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Lamu, «Haraka haraka harina baraka», que significa: «No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana».

En menos de una hora, una avioneta de cinco plazas te transporta desde Mombasa hasta el pequeño aeropuerto de Manda, puerta de entrada al archipiélago de Lamu. El origen de Lamu se remonta a la segunda mitad del siglo XIV y fue en su día un próspero puerto que se rindió a los navegantes portugueses y que dependía del Sultanato de Paté. La isla es un auténtico museo viviente de la cultura suajili, y en los años

setenta se la bautizó como la isla de los jóvenes nómadas, por la cantidad de hippies y trotamundos que la frecuentaban. La ciudad, la más antigua de Kenia, conserva algunos de sus primitivos edificios, construidos con materiales locales como la piedra de coral y la madera de mangle. Posee una extraordinaria personalidad debido a la huella que en ella dejaron los navegantes persas, árabes, chinos, hindúes, portugueses y los cazadores de esclavos negros.

Lamu, al igual que otras ciudades costeras del África Oriental, durante el siglo XV se enriqueció con este lucrativo comercio humano. Eran años de esplendor donde a cambio de marfil, cuernos de rinoceronte, aceite de palma y vidas humanas, llegaban a la isla sofisticados productos como sedas, abanicos de nácar, alfombras, vinos, cristal y porcelanas. Lamu alcanzó un grado de refinamiento que sorprendía a los viajeros que la visitaban. Había en la isla fastuosos palacios de coral dotados de precisos sistemas de conducción de agua y ventilación, baños de vapor estucados y jardines adornados con fuentes.

No existe en todo el África Oriental un lugar como Lamu que conserve una forma de vida musulmana en estado más puro. El centro de la ciudad es un laberinto de frescas y encaladas callejuelas de arena, tan estrechas que sólo las personas y los burros pueden transitar por ellas.

 

En cada esquina descubres una de colores y estilos distintos, hay casi una treintena en toda la isla y algunas con más de 600 años de antigüedad. Lo que al viajero le fascina, costumbres primitivas aparte, es la sensación de que aquí el tiempo parece haberse detenido. Así, los troncos de mangle se apilan como antaño en el muelle, a la espera de ser transportados por los faluchos rumbo a los mercados de Arabia Saudí. Los hombres visten largas y blancas túnicas khanzus y bonetes finamente bordados en la cabeza, llamados koifas. Ellas, como sombras huidizas, ocultan su cuerpo tras vaporosos bui-buis negros que apenas dejan ver sus hermosos ojos pintados con kolh. Cada mañana se monta un mercado de frutas en el extremo de la plaza, bajo la fortaleza, y cinco veces al día los muecines llaman a la oración.

 

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